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. Desde chico siempre me había gustado ir a aquella placita del barrio de Alta Córdoba a pasar la tarde. No me atraían demasiado los juegos; a pesar de que todos los niños en derredor se afanaban por treparse a ellos primero, dejando a los demás impotentes y frágiles ante la comprobación de su propia debilidad, a pesar de ser yo uno de los más rápidos y habilidosos en estos menesteres infantiles, a pesar de haber sido siempre “polvorita”, las tardes en aquella plaza eran para mi niñez una suerte de lapsus pacífico en el cual sólo me deleitaba los ojos grises con el rojizo del ocaso que bañaba de rayos de luz dorada las aún más doradas hojas del otoño cordobés, con el viento del frío invierno que jugueteaba con las hojas que quedaban, chamuscadas por el agua de lluvia y por el tiempo, pero sobre todo con el ocaso, con la caída del sol tras el horizonte, con los rayos oblicuos que brillaban en mis ojos perdidos, que enamoraban mis manos frías, que iluminaban mi bufanda y me paralizaban entero en la cima del trepador, el único de los juegos que no era motivo de disputa para los chicos, que preferían las hamacas con su ir y venir tambaleante, el tobogán con su rampa resbaladiza, los subibajas, tan peligrosos al entender de las madres, y los “caballitos”, esos tanques atados por cadenas a cuatro caños, que permitían a uno ir de atrás hacia delante, moverse como montando un alazán o domando un pinto salvaje. Yo, sin embargo, prefería el trepador; me gustaba la idea de la ida sin retorno, el esfuerzo de trepar para quedarme por siempre arriba (aunque rigurosamente a las siete de la tarde debía volver a casa para que mamá no se enojara), para observar el mundo desde otro punto de vista.
. Aquella tarde de otoño y de siesta casi siempre renegada, me escurrí por la ventana de mi pieza, escabulléndome despacio, no fuera cosa que mamá me pescara saliendo tan temprano, sin haberle dado tiempo a mi panza para “hacer la digestión”, proceso con el cual mi madre solía atormentarme haciendo alusión a asquerosos vómitos, contracciones abdominales espantosas y mil desgracias más que me ocurrirían si no esperaba las reglamentarias dos horas luego del almuerzo. Claro que yo, al igual que todos los chicos del barrio, no creía en el fantasma de la digestión; pero la gran mayoría sí creíamos en el fantasma “alacamasinpostre”. Por suerte mamá no tenía una relación muy íntima con ese bicho; sólo lo llamaba de vez en cuando, y por las tardes se iba a dormir su siesta, pobre mamá, que se levantaba a las 6 de la mañana para ir a trabajar y a la tarde estaba muy cansada. Fue así como me escabullí aquella tarde, y a las dos y diez ya estaba trepándome por los caños multicolores y despintados de aquella especie de monumento a la bizarría.
. Comencé por observar la plaza en todo su magnífico esplendor; la fuente desparramaba gotitas por el aire, gotitas que, atravesadas por un rayo perpendicular, formaban los más hermosos y fugaces arcoírises, salpicaban la más cristalina agua de fuente poblada de ranitas de distintos matices de verde. Los faroles de la plaza le daban un aire como de país, de pueblo; la atrincheraban a través de un código que sólo los habitantes de la plaza sabíamos descifrar. Y los caminos, los árboles, las hojas, la disposición perfecta de la plaza, con el trepador casi en el centro, casi en una esquina.
. Mientras divagaba en la observación de mi contorno, divisé un niño trepándose a los “caballitos”. No trepaba para sentarse en ellos; el chico pretendía pararse y hacer equilibrio. Seguí observándolo; al final pudo pararse y, extendiendo los brazos en el aire, logró su hazaña sólo por un momento, porque su pie izquierdo resbaló por un costado del tanque, estrellándose contra el piso. El muchachito lloraba, gritaba, pataleaba; nadie en las inmediaciones lo escuchaba; sólo yo podía ayudarlo, sólo yo, pasaban los minutos y mi mente infantil tardaba décadas en resolver el dilema, “¿lo ayudo?”, “¿qué puedo hacer yo?”. Mejor lo dejaba ahí; mi mamá no debía enterarse de que me había escapado. Lustros, décadas. Por fin me decidí por la causa más justa, la más moral; un poco dificultosamente debido a mi pantalón de vestir gris, comencé a bajarme del trepador. Increíble cómo me costaba ese breve descenso; con el zapato casi resbalo yo también, pero espectacularmente logré alcanzar el piso y corrí (nunca pensé que una plaza pudiera ser tan larga) hasta la otra punta en donde se hallaba el niño desangrado con su piernita quebrada. La tierra se mezclaba con la sangre y no pude evitar cerrar los ojos en una mueca de asco al ver un pedazo de hueso que le salía por la pantorrilla; la herida había sido grave. Con asco y miedo por algo de lo que no era yo responsable, lo levanté del suelo en mis brazos y me subí al primer colectivo que pasó por delante de mis ojos. Le expliqué al chofer que no llevaba dinero, pero que necesitaba con urgencia ir al hospital. El colectivero contestó que sí, debe estar muy preocupado, siéntese, lo llevo, y cómo fue el accidente, yo estaba en el trepador y él se cayó del caballito, voy a llegar tarde, mi mamá se va a preocupar, pero señor, ya estamos grandes para esas cosas, ¿es muy lejos el hospital? ¿es muy mayor su mamá? Qué extraño, ¿es usted de otro barrio? No, vivo aquí a la vuelta de la placita, ya llegamos, gracias, señor, de nada.
. Lo alcé en mis brazos nuevamente y corrí hacia la guardia, transpirando, preocupado por la pierna del chico que prácticamente no había hablado, que sólo somatizaba los quejidos que emanaban de su boca, y yo iba en mis profundas cavilaciones hasta que el enfermero de la guardia, al verme cargando al chico herido, me preguntó:
. -Señor, necesito los datos de… ¿es su hijo?
. -No –contesté– , es un nene que me crucé en la placita de mi barrio.
Agustina Ariana D’Andrea, 19-07-02, 09:32 pm.
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