Es ya la noche, y
se sacuden ciertas paredes dentro de mi cuerpo.
Laten los muros de una ciudad desconocida
–que no es recuerdo ni tampoco fantasía–
donde alguien me espera.
No fuma cigarrillos,
no patea charcos,
no resuelve sudokus.
Me espera leyendo un libro y subrayándolo.
Me espera sentada en el invierno
con un tapado de magníficos colores
al amparo del fuego,
derramando su esmero en la lectura.
El temblor se hace carne en esta noche
y recuerdo cuando todo era asombros y sonrisas,
cuando decidimos hacer un viaje al otro lado del océano,
y cuando la alegría era
leernos en voz alta
esos cuentos mediocres de Fogwill en una playa de Pocitos al
sol del mediodía,
o la luna en lo alto y un abrazo con frío,
o la mano en el auto.
Es ya la noche y
todo eso se ha desvanecido.
Pero ella está esperándome.
El viento silba en las veredas
y hace revolotear las hojas del otoño,
y yo voy manejando despacio y a tientas
para llegar a buscarla
puntual
en primavera.